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Mi Viaje a La Saladita: Un Retiro que Sanó mi Energía

Hace más de una década escuché hablar de La Saladita, en Guerrero, México. Muchas personas que vienen a Pavones han estado allá y comparan la vibra y la ola. Siempre soñé con ir, pero nunca pensé que realmente fuera una posibilidad.

¿Quién soy?

Para quienes no me conocen, quiero darles una pequeña pincelada de quién soy. Desde muy pequeña no seguía mucho las reglas de la sociedad; siempre quería llevar la contraria, y mi mayor sueño era vivir cerca del mar. Siempre sentí que nadie me entendía, y cuando decía cuánto deseaba estar en la playa, la respuesta solía ser: “Sí, obvio, a todos nos gusta la playa”. Pero nadie comprendía lo profundo que lo sentía en el corazón. Pasaba todas las vacaciones adonde fuera, con tal de estar bajo el sol.

A los 19 años encontré la oportunidad de irme a vivir a Guanacaste y no lo pensé dos veces. Mis papás no querían, pero sabían que igual lo iba a hacer, así que apoyarme fue su mejor decisión. Y así ha sido desde entonces: he vivido cerca del mar desde aquel día… hasta hoy, que por cosas de la vida, estoy en San José.

El impulso que cambió todo

Hace tiempo conozco a Eki, la fundadora de Mamawata. Aunque nunca fuimos amigas cercanas, siempre hemos estado presentes, de una u otra forma, en la vida de la otra. Tengo que admitir que por alguna razón no nos caíamos muy bien, a pesar de que amigas en común insistían en que nos diéramos la oportunidad de conocernos. No fue sino hasta ahora que lo hice, y me di cuenta de lo parecidas que somos. Tal vez era un rechazo hacia aceptar quién era yo, o sentir que tenía una "competencia" frente a la que ni podía ganar ni perder. En fin, para hacer el cuento corto: Eki organizaba un retiro en La Saladita, ¡y me lancé!

No creo que las cosas pudieran haber salido mejor. Fue una decisión de último minuto, como si la vida me hubiera reservado ese espacio. Me apunté un domingo (el retiro comenzaba el siguiente domingo), tenía las millas exactas para mi vuelo, poco trabajo, y me pregunté: ¿qué más tengo que pensar? El lugar de mis sueños, con una persona en la que confío… y como sorpresa, también iba Andreina, alguien con quien trabajé en Nosara y a quien le tengo profunda admiración y cariño. Todo se fue alineando, sin esfuerzo, sin dudas, sin miedos.

Foto por @pako.nu

Primeros días: magia desde el inicio

Mi vuelo salía el viernes (dos días antes del retiro). Al llegar a La Saladita no podía creerlo. Era como Guanacaste hace muchos años: seco, lleno de árboles de mango, casitas, silencio total, gallinas y sonrisas por todos lados. Como premio, mi Airbnb (Las Kiyas) era una casita de adobe espectacular. Decidí que lo mejor que podía hacer era ir a ver el mar. Finalmente, me aventuré sola y llegué a un pequeño restaurante de madera frente al mar. Me atendió Víctor, un joven local con una sonrisa amable. Le pedí comida y una mezcalita (una de las muchas que probé durante el viaje).

Sentada ahí, vi a un señor —yo diría que en sus 50— leyendo tranquilamente, con la piel curtida por el sol, unos ojos celestes paternales y una sonrisa acogedora. Le pregunté por su bloqueador, me contó que su hija llevaba dos meses en Saladita, hablamos de Costa Rica y nos despedimos (curiosamente, él también se llamaba Víctor). Me senté en otra mesa, y a los pocos minutos llegó su hija, Colleen, con una copa de vino. Se sentó conmigo y comenzamos a conversar. Ya eran casi las 7 y el sol apenas terminaba de bajar, en un atardecer mágico, cuando padre e hija me invitaron a clases de salsa. Dije que sí.

Llegamos a una casita en medio de la nada donde nos recibió Eloy, un español. Al rato llegó un muchacho que resultó ser el dueño del bar… y también el anfitrión del retiro. Ya les contaré sobre él. Esa noche Colleen bailó salsa con su papá, ¡y fue hermoso verlos juntos! Ellos se aseguraron de que regresara sana y salva a mi casa. Primer día en La Saladita: éxito total.

Foto por @heikobothe

El retiro Mamawata: surf, conexión y tribu

El sábado empezó con Eki y Andreina. Las olas estaban muy grandes y desordenadas, así que comimos, tomamos algo, y terminamos de nuevo en el mismo bar. Tocaba un DJ de Tulum. Podría tratar de explicarles la noche, pero no creo que logren entender el nivel de paz, diversión y calidez del ambiente. Bailamos toda la noche con gente del pueblo, y era hermoso sentirse parte de ese lugar.

El domingo comenzó oficialmente el retiro. Las chicas fueron llegando poco a poco. Primero conocí a Anna, Brandi y Jess. Luego aparecieron Shae y Laura. Como siempre, los primeros momentos son raros: ¿De dónde sos? ¿Qué hacés? ¿Por qué estás aquí? ¿Hace cuánto surfeás? Lo básico. Pero en una semana de convivencia intensa, uno llega a conocer a las personas más de lo que ha conocido a otras en años. Mi roomie era Shae, mucho más joven que yo, cliente frecuente de Mamawata, artista, cantante, y un ser humano hermoso. Normalmente no me gusta compartir cuarto, pero desde que supe que así sería, sentí que todo iba a estar bien.

El primer día de longboard conocimos a Patty y Luis Fer, sin ellos el viaje nunca hubiera sido igual. El mar estaba gigante, así que fuimos a las espumas cerca del punto. Fue un poco frustrante, pero un buen inicio para sacarse el miedo de probar una ola nueva. Además, Laura apenas nos vimos en el agua me dijo: “This is amazing, there’s people at the office right now! We are so lucky” (¡Qué increíble! ¡Hay gente en la oficina en este momento! ¡Qué afortunadas somos!). En ese instante, las espumas se convirtieron en un juego de niños. Jugar, reír, disfrutar incluso los días “malos”. Ahí entendí que Mamawata es más que surfear: es volver a jugar como niñas y hacer amistades sencillas en un mundo tan complejo.

La semana avanzó, y las olas se hicieron más pequeñas y amables. Estar en el agua con Patty y Luis Fer marcaba toda la diferencia. Te daban confianza, calma, y al verlos danzar sobre sus tablas, me aseguraba que no hay que tomarse todo tan en serio, que lo importante es disfrutar las pequeñas cosas, incluso los revolcones y las remadas eternas. Con solo agarrar una ola larga y escuchar a las chicas gritar de emoción, sentía el pecho inflarse como si el corazón se expandiera. El cansancio en la noche era total, ese famoso “surfed out” que tanto extrañé (y que acompañado de una margarita o un par de cervezas en la piscina dormís como nunca)

@heikobothe

Mucho más que surf

Comíamos delicioso, gracias a Amaral, una cocinera local que nos preparó todos los desayunos —¡los mejores chilaquiles que he probado!— y ni hablar de su chile casero. Conocimos más locales, compartimos con ellos, fuimos a ver al encantador de iguanas (¡literalmente las abraza y les da besos como si fueran perros!), comimos tacos caseros del Charco de Camila, tomamos cerveza, escuchamos rancheras, lloramos contando anécdotas tristes y reímos hasta no poder más con otras historias. Creamos vínculos únicos; algunos durarán en el tiempo y otros quizás no, pero todos eran justo lo que necesitábamos en ese momento.

Foto por @pako.nu

Mamawata se encargó de todo: de tenernos planes, de permitirnos ser nosotras mismas, de crear memorias reales, y de hacernos sentir parte de una tribu. Yo, por mi parte, volví renovada. Sé que mucha gente dice que un viaje no te puede cambiar la vida... y tal vez no. Pero sí puede cambiar tu energía, abrir tu mente y ayudarte a ver que hay más que un trabajo de 8 a 5, más que estar enojados con la sociedad, más que solo ahorrar y sentir culpa por invertir en nosotros mismos. Te ayuda, aunque sea por unos minutos (o una semana), a apagar la cabeza y todos esos pensamientos intrusivos que a veces no podemos detener.

Si hay algo que puedo recomendarles, es hacer un viaje con amigas —viejas o nuevas—, especialmente en forma de retiro. Y si están buscando un retiro real, con sentido, con experiencias reales y locales, les recomiendo Mamawata con todo mi corazón. (Ver retiros siguientes) No se van a arrepentir. No se trata de escapar, sino de volver a vos.

¡Sos muy dulce, Saladita!